viernes, 25 de marzo de 2011

Giuseppe Verdi

¡Viva VERDI!
Por: Federico Zertuche



• En el siglo XIX, durante la unificación italiana liderada por el rey Víctor Manuel II de Piamonte-Cerdeña, el entusiasmo se expresaba al grito de «¡Viva VERDI!», acrónimo de «Vittorio Emmanuele Re D'Italia» y apellido del querido compositor.


Creo que no es temerario afirmar que las óperas de Giuseppe Verdi (1813-1901) son las más interpretadas, escuchadas, populares, veneradas y amadas a lo largo de la ya dilatada tradición Occidental del género operístico. Tengo la impresión que difícilmente alguien podría afirmar que detesta a Verdi; su entrañable vena romántica, plena de pasión y dueña de una potencia lírica de extraordinaria belleza, hacen que nos rindamos ante el fascinante espectáculo que nos propone.


La Traviata, Rigoletto, Nabucco, Il trovatore, Aida, La forza del destino u Otello, son obras que se siguen representando mundialmente con creciente éxito, y las podemos escuchar una y mil veces encontrando casi siempre matices, tesituras, fraseos o detalles de los que no nos habíamos percatado antes, aunque disfrutándolas siempre, sin que lejos de menguar en lo más mínimo el inmenso placer que provocan, más bien se incrementa.


La melodía vocal expresiva es el alma de sus óperas. Encontramos en ellas muchos, memorables y excelsos duetos, tríos y cuartetos; y como es bien conocido, el coro juega un papel fundamental. El estilo de Verdi llegó a ser menos convencional a medida que fue envejeciendo, recordemos el caso de Il trovatore; sus trabajos ulteriores tienen una agradable continuidad musical, menos diferencia entre aria y recitativo, mayor orquestación imaginativa y ricos acompañamientos.


Cuando apenas tenía cuarenta años, Verdi compuso Rigoletto (1853), y La Traviata (1853). A pesar de que el público las amó, los críticos se escandalizaban por la trama, parecían condenar temáticas tales como la violación, el suicidio o el amor libre. Pero Giuseppe era ferozmente independiente, vivió abiertamente con su segunda esposa por diez años antes de casarse con ella. Luego del éxito de dichas obras, que le hicieron rico, Verdi compró una hermosa finca en Busseto; en 1861 fue elegido al primer parlamento que se convocó luego de la unificación de Italia convertida desde entonces en Estado- nación. Es oportuno recordar que cuando Verdi nació, era súbdito del ducado de Parma.


Ya maduro escribió Aida (1871), Otello (1887), y a la edad de setenta y nueve años su ópera final, Falstaff (1893). Verdi no componía para la elite musical, sino para el gran público cuyo principal entretenimiento era la ópera. Buscó temas que fueran originales, interesantes y pasionales; sobre todo pasionales. Casi todos sus trabajos maduros son serios y acaban infelizmente; ellos se mueven rápidamente e involucran a sentimientos extremos de odio, amor, celos y miedo; su poderosa música subraya las dramáticas situaciones.


Sus últimas cuatro óperas: Don Carlos, Aida, Otello y Falstaff son quizás las más depuradas. Falstaff, su trabajo final, es una obra maestra cómica la cual termina con una fuga despreocupada a las palabras: ¡Todo el mundo es una broma! La fuerza del destino es otra obra destacada. Sus composiciones menos reconocidas son Ernani, Luisa Miller y Un ballo in maschera.


Amén de sus ya épicas y legendarias arias, duetos, tríos, y cuartetos, así como sus famosos coros, Verdi despliega una extraordinaria capacidad creativa orquestal: desde sus oberturas y acompañamientos musicales de los solistas y demás cantantes y coros, una enorme riqueza melódica, profunda densidad sonora y efectos musicales dramáticos de gran impacto.


Verdi fue muy popular y querido en vida, un ícono nacional, a grado tal que cuando falleció en Milán, su entierro causó gran conmoción masiva, y al paso del cortejo fúnebre la muchedumbre entonaba espontáneamente el célebre coro de los esclavos de Nabucco: Va, pensiero, sull’ali dorate, considerado entonces como el himno nacional italiano.



¡Viva Verdi!
Gran intérprete del corazón humano

Por Francisco Pérez de Antón

El 24 de enero de 1901 las calles adyacentes al Gran Hotel de Milán fueron alfombradas con paja de trigo para que los traqueteos de los carruajes de caballos no molestaran al huésped que agonizaba en el segundo piso a causa de un derrame cerebral. Y cuando, tres días después, se supo de su muerte, los balcones de la ciudad se cubrieron de banderas enlutadas, los teatros cerraron en señal de duelo y una multitud de doscientas mil personas se aglomeró en el entierro del hombre cuya música había inspirado el resurgimiento y la unificación de Italia. Su nombre era Giuseppe Fortunino Francesco Verdi y había nacido 87 años antes en una pequeña aldea del Ducado de Parma, entonces bajo dominio francés.


Un mes después de su muerte, en un solemne y emotivo funeral celebrado en su memoria, la orquesta y coros de La Scala de Milán interpretaban el Va, pensiero, el famoso coro de los esclavos de la ópera Nabucco. Este bellísimo canto, convertido ya por entonces en el segundo himno de Italia, se había escuchado por primera vez justamente allí, en Milán, sesenta años antes, cuando Verdi sólo contaba 29. Y para gloria de su autor hoy enriquece el universal sentimiento de libertad que por siglos ha inspirado a hombres grandes y pequeños.


Pero cuando Verdi compuso el Va, pensiero, su espíritu distaba mucho de estar en lo más alto. Aún no repuesto por la muerte de sus dos pequeños hijos, ese año fallece también su esposa Margarita. Su familia se había esfumado. En tres años, tres féretros habían salido de su casa, como él mismo decía, y para colmo su segunda ópera había fracasado en La Scala de Milán. Verdi decide entonces abandonar la música. Le faltan la inspiración y el ánimo. Pero el empresario de La Scala, Bartolomeo Merelli, le obliga a aceptar un libreto.


“Introdujo entre mis manos a la fuerza el manuscrito”, escribiría después Verdi, “el cual enrollé de mala gana y, cuando llegué a la pensión, lo arrojé con un ademán violento. Al caer sobre la mesa, sin embargo, el manuscrito se abrió y mis ojos se fijaron en una página que comenzaba con esta estrofa: Va, pensiero, sull'ali dorate (Ve, vuela, pensamiento, sobre las alas doradas). Conmovido, seguí leyendo los versos. Primero, un fragmento. Luego, otro. Después, páginas enteras. Leí el libreto de Nabucco tantas veces que, al amanecer, me lo sabía casi de memoria”.


La escena, recreada a fines de los cincuenta en la película “Tragedia y triunfo de Verdi”, tiene un especial lugar en mi memoria, pues creo que fue así como descubrí la ópera. Los primeros compases del himno llegaban hasta Verdi de manera fragmentaria mientras él leía el libreto. La inspiración estaba cerca, pero no acababa de expresarse ante un hombre que se sentía fracasado y aún lloraba la pérdida de su familia.


En el alma de Verdi, no obstante, hay un pálpito superior, una grandeza que lo eleva por encima del dolor y el desencanto. Y poco a poco, en medio de su soledad y de su noche, los fragmentos del Va, pensiero comienzan a unirse y los coros a estallar con una fuerza imponente.


Como estallarían también en La Scala, el 9 de marzo de 1842, cuando el público de Milán lo escuche por primera vez. Gritos, banderas, lágrimas, entusiasmo desbordado. Verdi había logrado transformar el drama de la cautividad del pueblo hebreo en la metáfora musical de una Italia sometida al yugo austríaco. Y su música encenderá a partir de Nabucco el patriotismo de sus coterráneos. Y no sólo con esta ópera. Verdi había pulsado la cuerda más sensible del alma italiana. Y cuando años más tarde el movimiento de unificación comience a manifestar su secreto y ferviente deseo de unir la península bajo un solo monarca, lo hará con un lema que se haría célebre, Viva Verdi, donde la palabra Verdi era el encubierto acrónimo que formaban las iniciales de Vittorio Emanuelle Re D'Italia.


A lo largo de una vida excepcionalmente prolífica, Verdi musicalizó también algunos de los mejores dramas románticos de su tiempo y dio vida operística a personajes creados por autores tales como Shakespeare (Macbeth, Otello, Falstaff), Lord Byron (Il due Foscari, Il corsaro), Víctor Hugo (Ernani, Rigoletto), Schiller (Il masnadieri, Luisa Miller, Don Carlos), Alejandro Dumas, hijo (La traviata) o los dramaturgos españoles García Gutiérrez (Il trovatore, Simón Boccanegra) y el Duque de Rivas (La forza del destino).


Dispersas entre éstas y otras óperas, veintiocho en total, resuenan algunas de las cumbres líricas de todos los tiempos. Verdi bebió siempre en la buena literatura y pidió con frecuencia a sus libretistas adaptar aquellas obras donde, quizá porque lo había vivido, la inocencia sucumbía. En los grandes escritores encontró la estructura dramática que deseaba para sus óperas. Y con una bellísima música, dotó a los personajes clásicos de una dimensión que no tenían.


A cien años de su muerte, no todos los críticos son ni han sido benévolos con Verdi, si bien la mayoría concuerda en que nadie como él logró expresar la complejidad del corazón humano con una música tan sencilla. Creo que se quedan cortos. Y por más que contra gustos no hay disputas, pienso que Verdi le dio a la ópera una gran profundidad orquestal. Pero de todos los méritos que acumuló a lo largo de su vida, como músico y como persona, me quedo siempre con los de su noche triste, en una buhardilla de Milán. Es en esa hora terrible, cuando, sobreponiéndose a la soledad, a la derrota y al dolor de una familia perdida, Verdi se torna a mis ojos el más grande de los compositores de ópera.— F. P. de A.— Guatemala, Guatemala, enero de 2001 (Firmas Press).


El poeta y libretista Arrigo Boito junto a Verdi


Óperas compuestas por Verdi; detallándose lugar, fecha del estreno y autor del libreto:


• Oberto, Conde de San Bonifacio (Teatro La Scala de Milán, 17 de noviembre de 1839) — Drama en dos actos de Temistocle Solera.


• Un giorno di regno (Un día de reino) (Teatro La Scala de Milán, 5 de septiembre de 1840) — Melodrama jocoso en dos actos de Felice Romani.


• Nabucco (Teatro La Scala de Milán, 9 de marzo de 1842) — Drama lírico en cuatro partes de Temistocle Solera.


• I Lombardi alla prima crociata (Los lombardos) (Teatro La Scala de Milán, 11 de febrero de 1843) — Drama lírico en cuatro actos de Temistocle Solera.


• Ernani (Teatro La Fenice de Venecia, 9 de marzo de 1844) — Drama lírico en cuatro actos de Francesco Maria Piave.


• I due Foscari (Teatro Argentina de Roma, 3 de noviembre de 1844) — Tragedia lírica en tres actos de Francesco Maria Piave.


• Giovanna d'Arco (Teatro La Scala de Milán, 15 de febrero de 1845) — Drama lírico en un prólogo y tres actos de Temistocle Solera.


• Alzira (Teatro San Carlo de Nápoles, 12 de agosto de 1845) — Tragedia lírica en un prólogo y dos actos de Salvatore Cammarano.


• Attila (Teatro La Fenice de Venezia, 17 de marzo de 1846) — Drama lírico en un prólogo y tres actos de Temistocle Solera.


• Macbeth (Teatro La Pergola, 14 de marzo de 1847) — Melodrama en cuatro partes de Francesco Maria Piave.


• I masnadieri (Teatro Her Majesty de Londres, 22 de julio de 1847) — Melodrama trágico en cuatro partes de Andrea Maffei.


• Jérusalem (Ópera de París, 26 de noviembre de 1847) — Ópera, en cuatro actos, con libreto de A. Royer y G. Vaëz, de un libro de Solera de 1843.


• Il corsaro (El corsario) (Teatro Grande de Trieste, 25 de octubre de 1848) — Melodrama en tres actos de Francesco Maria Piave.


• La battaglia di Legnano (Teatro Argentina de Roma, 27 de enero de 1849) — Tragedia lírica en cuatro actos de Salvatore Cammarano.


• Luisa Miller (Teatro San Carlo de Nápoles, 8 de diciembre de 1849) — Melodrama trágico en tres actos de Salvatore Cammarano.


• Stiffelio (Teatro Grande de Trieste, 16 de noviembre de 1850) — Melodrama en tres actos de Francesco Maria Piave.


• Rigoletto (Teatro La Fenice de Venecia, 11 de marzo de 1851) — Melodrama en tres actos de Francesco Maria Piave.


• Il trovatore (El trovador) (Teatro Apollo de Roma, 19 de enero de 1853) — Drama en cuatro partes de Salvatore Cammarano y completado por Leone Emanuele Bardare.


• La Traviata (Teatro La Fenice de Venecia, 6 de marzo de 1853) — Melodrama en tres actos de Francesco Maria Piave.


• I vespri siciliani (Las vísperas sicilianas) (Ópera de París, 13 de junio de 1855) — Drama en cinco actos de Eugène Scribe y Charles Duveyrier.


• Simón Boccanegra (Teatro La Fenice de Venecia, 12 de marzo de 1857) — Melodrama en un prólogo y tres actos de Francesco Maria Piave.


• Aroldo (revisión Stiffelio) (Teatro Nuovo de Rimini, 16 de agosto de 1857) — Melodrama en cuatro actos de Francesco Maria Piave.


• Un ballo in maschera (Un baile de máscaras) (Teatro Apollo de Roma, 17 de febrero de 1859) — Melodrama en tres actos de Antonio Somma.


• La forza del destino (La fuerza del destino) (Teatro Imperial de San Petersburgo, 10 de noviembre de 1862) — Ópera en cuatro actos de Francesco Maria Piave.


• Don Carlos (Ópera de París, 11 de marzo de 1867) — Ópera en cinco actos de Joseph Méry y Camille Du Locle.


• Aida (Teatro de la Ópera del Cairo, 24 de diciembre de 1871) — Ópera en cuatro actos de Antonio Ghislanzoni.


• Otello (Teatro La Scala de Milán, 5 de febrero de 1887) — Drama lírico en cuatro actos de Arrigo Boito.


• Falstaff (Teatro La Scala de Milán, 9 de febrero de 1893) — Comedia lírica en tres actos de Arrigo Boito.


Tres de las óperas que compuso Giuseppe Verdi están basadas en obras de Shakespeare, en concreto Macbeth, Otello y Falstaff.









miércoles, 23 de marzo de 2011

Obituario: La última gran diva de Hollywood

Liz Taylor (1932-2011)
Luego de varios meses de luchar por seguir viviendo, internada en un hospital de Los Ángeles, falleció el pasado 23 de marzo la última de las grandes, enormes estrellas de la época dorada de Hollywood: Elizabeth Taylor, la hermosísima, talentosa, esplendorosa, apasionada, benefactora y polémica diosa de ojos violeta, legendaria y mítica figura de toda una época de la cinematografía mundial.


Rendimos tributo a Liz Taylor en este espacio dedicado a la cultura y el arte por su enorme trayectoria artística y el impacto causado a lo largo de varias décadas de carrera, incluyendo su exuberante y tórrida vida sentimental y amorosa, así como su faceta de benefactora y promotora de causas sociales.


Transcribo algunos comentarios y evocaciones sobre Liz Taylor recién publicados, iniciando con Pedro Almodóvar, a fin de ampliar el registro de voces y la diversidad de opiniones que reaccionaron ante tan sentido deceso.




OBITUARIO: La última de una estirpe de estrellas


Maggie, la eterna


PEDRO ALMODÓVAR, EL PAÍS, 24/03/2011


Sabía que no tardaría en ocurrir. Fueron muchos matrimonios, muchas enfermedades y muchas operaciones a las que ha sobrevivido esta mujer esplendorosa.


Desde que Tennessee Williams la escribiera, ha debido haber cientos de Maggie, la gata pero ninguna como la que Elizabeth Taylor interpretó al lado de Paul Newman, dirigida por Richard Brooks. La he visto miles de veces y siempre me ha impactado su fuerza, su belleza, su garra, su humanidad, su pasión, lo bien que le sienta la combinación y su ancestral conocimiento y tolerancia de esa cualidad tan masculina (y femenina) que es la homosexualidad. No es un secreto que Nick, igualmente bordado por Paul Newman, bebía hasta anegarse por el dolor de la muerte de su íntimo amigo (no recuerdo el nombre del personaje) cuya amistad ni el propio autor se atrevió a especificar hasta qué punto era íntima (la moral de la época y del propio Hollywood se lo habrían impedido).


He conocido a muchas estrellas, pero nunca tuve la oportunidad de conocerla a ella. Pero mi dvdteca y mi memoria está llena del arte que nos regaló en sus películas y en su propia vida. Cuando ya no hubo personajes, o no estaban a su altura, en esa industria cegata que ha dilapidado el talento de tantas actrices geniales de más de 40 años, Elizabeth Taylor tuvo lo que Billy Wilder calificaría como un gran tercer acto en su propia vida. Supo llenar el vacío de personajes con el mejor de ellos, el personaje solidario que dedicó los últimos casi 30 años de su vida y la potencia arrolladora de su fama a favor de los enfermos de sida, en un país en el que todavía sigue siendo un estigma. Elizabeth Taylor fue mucho más que una de las mejores actrices americanas desde los años cuarenta hasta los ochenta. La mujer que interpretó como nadie la vulgaridad hortera (Reflejos en un ojo dorado, de Huston, o su mítica ¿Quién teme a Virginia Woolf?) fue también icono de moda, modelo de mujer independiente que no escondía sus pasiones, ingeniosa, vital, inconformista. Una mujer a la que su propia importancia no le impedía poseer algo que pocas actrices guapas poseen: sentido del humor.


Ha muerto una de las actrices más hermosas de la historia del cine. El milagro de los ojos violeta. Mejor dicho, no ha muerto. El cine es eterno. Las películas nos sobrevivirán. Maggie es eterna.




La última de una estirpe de estrellas


Del tejado de zinc al panteón de oro


ROCÍO AYUSO, EL PAÍS, - Los Ángeles - 24/03/2011


Siempre le gustaron los excesos. Y por ellos, entre otras cosas, fue recordada Elizabeth Taylor en el día de su muerte a los 79 años, a causa de una insuficiencia cardiaca. Era ya madrugada plena en Hollywood, cuando la meca de los sueños quedó huérfana de su última dama y gran pionera. Lo dijo su hijo Michael Wilding nada más conocer la noticia: su madre vivió la vida "al máximo". Los mismos términos resonaron por toda la ciudad para recordar a la belleza de ojos violeta que odiaba el diminutivo de Liz tan comúnmente unido a su nombre y cuya lista de candidaturas al Oscar (cinco) solo fue superada por el número de matrimonios: ocho. Simplemente, solía reconocer, era una "estrella con las agallas de reconocer en público que no le gustaba dormir sola".


"Lo tenía todo", dijo su amigo y admirador, el periodista Larry King. "Hemos perdido a un gigante de Hollywood y lo que es más importante, a un ser humano increíble", aseguró Elton John. Incluso Michael Jackson, uña y carne con la actriz y benefactora, resucitó una vez más en los medios, rápidos a la hora de refrescar ese tema que con el título Elizabeth, I love you (Elizabeth, te quiero) compuso en su honor.


Taylor falleció en ese cementerio de elefantes sagrados de Hollywood que es el centro hospitalario Cedars-Sinai. Lugar de defunción de los más grandes. Allí estuvo ingresada durante seis semanas. Aquellos que la conocían, como la periodista Barbara Walters, aseguraron que no esperaba la muerte. "Fue una sorpresa", indicó a la prensa. King añadía que conociéndola bien, Elizabeth Taylor "no se murió sin luchar". Mantenía una tenaz pelea contra la enfermedad desde hace años, tantos que The New York Times tenía su obituario preparado desde 2005, año en el que falleció el periodista que había seguido su vida. Taylor se burló de una traqueotomía en el momento más álgido de su carrera, de un accidente aéreo, de una operación en el cerebro, de otra en la cadera y más recientemente, de una de corazón. Incluso se rió de los continuos rumores sobre su fallecimiento o sobre las múltiples dolencias que le achacaban los medios, incluido un supuesto Alzhéimer. "Soy una superviviente. Un ejemplo de lo que la gente puede vivir y superar", reflexionó en una ocasión.


También era una gran actriz, definida como una de las últimas damas del cine. Ganó dos Oscar, por Una mujer marcada y ¿Quién teme a Virginia Woolf?, rúbrica de una carrera que comenzó con nueve años. Saltó a la fama con 12 gracias a Fuego de juventud y alternó éxitos como los de sus adaptaciones de Tennessee Williams con batacazos como Cleopatra. Taylor se despidió del cine dándose a conocer a una nueva generación con la adaptación en imagen real de Los Picapiedra y dándole voz a la primera palabra de Maggie Simpson. Pero sobre todo Elizabeth Taylor fue la gran pionera de un Hollywood que todavía no existía. Una Angelina Jolie mucho antes de que esta actriz fuera concebida. El apellido Taylor fue sinónimo de los mayores escándalos de la industria gracias a sus múltiples divorcios y fama de robamaridos (que se ganó a causa de su enlace con Eddie Fisher).


También estuvo unido a las grandes historias de amor de un Hollywood que ya no existe, como ese matrimonio que repitió en dos ocasiones con Richard Burton, a quien definió finalmente como el hombre de su vida. Nadie como ella tenía amigos tan famosos o polémicos donde Michael Jackson solo era la punta del iceberg de una lista que incluyó a James Dean, Montgomery Cliff o Rock Hudson. Este último le abrió los ojos a esa enfermedad por entonces ignorada llamada sida a cuya lucha contribuyó, como siempre con Taylor, a lo grande. Junto con su fundación en estos años logró recaudar más de 325 millones de dólares para luchar contra el sida, donde 50 millones fueron la contribución personal de una actriz solidaria antes de que este término existiera.


Taylor incluso se lanzó de cabeza al mundo de las redes sociales donde se mantuvo en contacto con sus seguidores mediante su cuenta de Twitter desde donde su último mensaje hizo referencia a la que sería su entrevista póstuma, en la revista Harper's Bazaar. Allí decía que nunca pensó en tener "tantas joyas" o "tantos maridos" pero que nunca se sintió tan viva como cuando disfrutaba de la compañía de sus hijos, de una gran interpretación "o un gran cheque para luchar contra el sida". Michael y Christopher Wilding, Liza Todd y María Burton, sus cuatro hijos de diferentes matrimonios, estuvieron junto a Taylor cuando, finalmente, la muerte la pilló por sorpresa.




OBITUARIO: La última de una estirpe de estrellas


Belleza y estrellato: Ella


CARLOS BOYERO, EL PAÍS, 24/03/2011


Ojos color violeta (tal vez exacta la descripción, pero inevitablemente cursi), personalidad excesiva y siempre morbosa, anhelada para encabezar la portada del papel cuché con afanes de sofisticación o amado por la clase media, musa ancestral entre homosexuales de cualquier época, al igual que otras diosas sólidas o provisionales como Judy Garland, Edith Piaf, Marilyn Monroe, Madonna, Kylie Minogue y Lady Gaga, todas ellas volcánicas folladoras de tíos, supervivientes algunas de ellas por cerebro, determinación o suerte a un millón de desastres afectivos, al peso brutal de simbolizar eternamente a diosas mediáticas (qué grima me provoca ese concepto presuntamente intelectual en boca de tanto hortera y analfabeto triunfador), carnales y etéreas.


Ha muerto Liz Taylor, una mujer a la que nunca deseaste imaginar vieja, encarnación de la belleza absoluta que jamás precisará maquillaje, imagen junto a la de Ava Gardner de la actriz más guapa que ha filmado una cámara. Por razones viscerales siempre estaré enamorado de la que volvió loco a Sinatra y a cualquier hombre con buen gusto. Cuentan que ambas abusaron de una personalidad muy golfa, que transgredieron todo aquello a lo que las obligaba su estatus y una conveniente moral. Pero creo posible, según certifica la leyenda, que Ava Gardner, la hembra más deseada universalmente, se buscara macarras anónimos o joveznos sensuales cuando se lo pedía su vitalista, sensual y alcoholizado organismo. A Liz Taylor, tan pasota ella pero siempre tan estratégica, solo la imagino apareándose con individuos famosos o anónimos, pero todos ellos en posesión de millones de dólares.


Cómo no enamorarse de ese rostro increíble, de ese cuerpo armonioso y sensual durante tanto tiempo aunque perteneciera a una mujer bajita, de esa chica que podría simbolizar a la soñada hembra que supones a tu lado mirando la luna. Y no sé si era buena o mala actriz, pero era imposible escapar de su campo magnético. Consintió a los 34 años que Mike Nichols la filmara gorda y borracha, desgarrada y adúltera, haciendo méritos al lado de Richard Burton, su sadomasoquista y shakespeariano marido, para que el público se olvidara de su belleza y descubriera su talento en ¿Quién teme a Virginia Woolf? Lo hizo muy bien, pero no era lo suyo, no necesitaba afearse y ser ordinaria para demostrar que los mitos son vulnerables y tienen corazón. Estaba fantástica sufriendo e intentando provocar el deseo de su psicoanalizable y desdeñoso marido, ese impresionantemente guapo y castigador Paul Newman, treintañero y en camiseta, en La gata sobre el tejado de zinc. No era un problema de padre dominante, sino de atormentados gustos sexuales. Que resucite Tennessee Williams y lo jure. Tampoco podía retener al turbio Brando, obsesionado con caballistas desnudos en Reflejos en un ojo dorado. Y sufría con mucho estilo amando sin futuro al trágico Montgomery Clift en Un lugar en el sol. También era la pareja ideal del viril Rock Hudson en Gigante, aunque ese insoportable niñato que siempre tenía que rascarse algo y poner ojitos en plano y contraplano llamado James Dean la amara en vano.


Con Joseph Losey, ese director tan artista, intelectual, perseguido y sobrevalorado (de acuerdo, El sirviente es perversa y magnífica), Taylor y su alcohólico marido, ese Richard Burton de voz prodigiosa y seductores ojos, intentaron encontrar su lugar en el sol mediante el cine de autor, que los críticos como Dios y la academia mandan reconocieran la infinita sensibilidad, los matices, la capacidad camaleónica dando vida a personajes nada convencionales de esa pareja tan guapa, frívola, inestable y hollywoodiense. En vano. El cine que interpretaron a las órdenes de Losey era cargante y hueco, antes y ahora. Liz Taylor no necesitaba ser una gran actriz. Era otra cosa. Esa persona a la que siempre te apetece mirar. Incluso cuando habla. Cosas del estrellato. El de verdad.




OBITUARIO: La última de una estirpe de estrellas


Superviviente de todo... y de sí misma


MARUJA TORRES, EL PAÍS, 24/03/2011


En su autobiografía no siempre fidedigna -al fin y al cabo, no era perfecto- el edulcorado cantante y pésimo actor Eddie Fisher, su marido previo a Richard Burton, cuenta una anécdota preciosa. Es una anécdota de despedida que define muy bien a la encantadora de serpientes y mujer de rompe y rasga que fue Elizabeth Taylor. "La vi por última vez a finales de los setenta. En el restaurante Sardi's. Miré más allá de mi mesa y allí estaba ella, sentada cerca. Nos sonreímos mutuamente, cálidamente, creo, y ciertamente sin rencor. Por entonces ambos habíamos pasado por mucho. Envié una botella de Dom Pérignon a su mesa. Levantó su copa y formuló las palabras 'Mazel tov'. Aquello éramos nosotros, dos viejos judíos que se reunían". El único viejo judío era Fisher: Taylor se había convertido años antes, cuando se casó con Mike Todd, que la dejó viudita.


En 1994, durante la ceremonia de los Oscar, tuve a Elizabeth Taylor a dos metros. Ella, colosal en su pequeña estatura. Acababa de recibir el premio humanitario Jean Hersholt por su trabajo contra el sida -su amistad con Rock Hudson la inició en ello- y, en el pequeño escenario, lo aferraba como quien empuña un lanzallamas. Lo primero que te noqueaba era su mirada violeta -los mejores ojos del cine de Hollywood han sido británicos: Vivien Leigh, Jean Simmons, Elizabeth- y, lo segundo, su férreo carácter. Un periodista se atrevió a preguntarle por un marido o así y ella le fulminó con su silencio. Era alguien.


Para empezar, fue buena actriz desde sus interpretaciones juveniles, lo continuó siendo a pesar de que no siempre tuvo a su alcance buenas películas que colmaran tanto su sed de Four Roses como de diamantes. Pero Un lugar en el sol, El árbol de la vida, Gigante y ¿Quién teme a Virginia Woolf?, cuatro grandes melodramas, siguen ahí. Con ella y su energía. Por no hablar de aquella hembra enfurecida -tenía en la cama a Paul Newman y este pensaba en su compañero de universidad, hay que entenderla- de La gata sobre el tejado de zinc. Fue buena actriz, digo, pero era tan guapa que no podíamos verlo.


También fue buena madre, pero tuvo tantos maridos que no supimos ni nos dejó verlo. Maridos: el actor británico Michael Wilding (dos hijos); Nick Hilton (hijo de Conrad, fundador del imperio hotelero, tío abuelo de Paris: un memo; ningún hijo); Mike Todd, que la dejó viuda al estrellarse su avión mientras promocionaba su producción La vuelta al mundo en 80 días, en accidente de avión privado, que son más fardones pero más peligrosos que las líneas regulares (una hija, preciosa, Liza); Eddie Fisher (dos adulterios: uno porque él estaba casado con la arpía deliciosa Debbie Reynolds cuando se liaron; dos, porque le puso los cuernos con Richard Burton; ningún hijo); Richard Burton (dos matrimonios y una hija adoptiva, enferma de polio, Maria); y un político y un albañil, el primero un chorizo y el segundo una víctima de los excesos, como ella, a quien conoció fregando suelos en la clínica de rehabilitación Betty Ford.


Sobrevivió a todo: a la fama, a la belleza, al alcohol, a las pastillas, a los buenos enemigos y a los malos amigos, a las pasiones, y a sí misma.


Four Roses ahora mismo, jabata Elizabeth.

Filmografía selecta

• There's One Born Every Minute (1942)
• Fuego de juventud (1944)
• Courage of Lassie (1946)
• Así son ellas (1948)
• Julia se porta mal (1948)
• Mujercitas (1949)
• El padre de la novia (1950)
• El padre es abuelo (1951)
• Un lugar en el sol (1951)
• Quo Vadis (1951) (cameo)
• Love is Better than Ever (1952)
• Ivanhoe (1952)
• La última vez que vi París (1954)
• Gigante (1956)
• El árbol de la vida (1957)
• La gata sobre el tejado de zinc (1958)
• De repente el último verano (1959)
• Cleopatra (1963)
• Hotel internacional (1963)
* La noche de la Iguana (1964)
• Castillos en la arena (1965)
• ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966)
• La mujer indomable (1967)
• Reflejos en un ojo dorado (1967)
• La mujer maldita (1968)
• Ceremonia secreta (1969)
• Ana de los mil días (1969) (cameo)
• El único juego en la ciudad (1970)
• Pacto con el diablo (1972)
• Una hora en la noche (1973)
• Miércoles de ceniza (1973)
• La masoquista (1974)
• El pájaro azul (1976)
• El espejo roto (1980)
• El joven Toscanini (1988)
• Dulce pájaro de juventud (1989) (TV)
• Los Picapiedra (1994)

miércoles, 16 de marzo de 2011

Pintor del espacio, artista de la luz y el vacío

Dedico este post a un pintor por el que siento particular inclinación y predilección, dejo a un experto y crítico de arte la reseña sobre Edward Hopper a fin de aproximarnos con mayor fidelidad a la obra de este gran artista estadounidense. De tal suerte, transcribo el siguiente artículo aparecido en “Arel-Arte” el pasado 9 de mayo de 2010. Se intercalan imágenes de sus pinturas.







EDWARD HOPPER: EL ARTE DE LA SUGERENCIA


EDWARD HOPPER (1882-1967) pintor estadounidense, célebre sobre todo por sus retratos de la soledad en la vida norteamericana contemporánea. Su obra se puede encuadrar dentro de las vanguardias históricas, en el realismo norteamericano.


1900: cursa estudios de arte en la New York School of Art. Tras conseguir su título, Hopper obtuvo su primer trabajo como ilustrador publicitario en la C. Phillips & Company.


En 1906 viaja a Europa por primera vez, visitando París, en donde experimentará con un lenguaje formal cercano al de los impresionistas. En 1907 visitó Londres, Berlín y Bruselas.
En 1908 se instala definitivamente en Nueva York.
En 1909 regresa a París donde se formará su estilo personal e inconfundible.


Regresa a Estados Unidos y abandona las nostalgias europeas que le habían influido hasta entonces y empieza a elaborar temas en relación con la vida cotidiana norteamericana, modelando y adaptando su estilo a esa temática. En 1910 realiza un nuevo viaje a París y a España.En 1918 se convierte en uno de los primeros integrantes del Whitney Studio Club, el centro más dinámico para los artistas independientes de la época.


En 1924 se casa con la pintora Josephine Verstille.
En 1933 primera retrospectiva de su obra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
En 1950 se realiza una exposición retrospectiva de su obra en diversos museos del país y recibe varias distinciones honoríficas.
1967: fallece en Nueva York. Un año después muere su esposa quién lega el conjunto de la obra de su marido al Whitney Museum of Art de Nueva York.


TEMAS Y ESTILO


Produjo algunas de las obras más populares del arte americano. A lo largo de su carrera creó imágenes fascinantes de lugares y gentes de la vida cotidiana, logrando impregnar estas escenas de dramatismo al expresar en ellas la sensación de aislamiento, el anonimato y la comodidad agridulce de la soledad. Sus imágenes de Nueva York, de corte cinematográfico, reflejan la vida urbana en América en el período de entreguerras.


Realiza una serie de acuarelas de los acantilados y playas de Nueva Inglaterra.


"El velero", 1911




Faro a dos luces 1929






Alejado de las modas y tendencias artísticas, su estilo recibe múltiples influencias, pero suele encuadrarse en el llamado “realismo americano”. Sus pinturas son lacónicas, en ellas se aprecia el vacío y el silencio. Las escenas que crea están invadidas por una leve acción, como el rumor de la brisa suave de una cortina.


"Rooms-sea", 1951




"Night Windows", 1928






Mientras en Europa se consolidaban el fauvismo, el cubismo y el arte abstracto, Hopper se siente más atraído por Manet, Pissarro, Monet, Sisley, Courbet, Daumier, Toulouse-Lautrec y por un pintor español, Goya.


Su evocadora vocación artística evoluciona hacia un fuerte realismo, que resulta ser la síntesis de la visión figurativa unida al sentimiento poético que Hopper percibe en sus objetos.


"Hotel Room", 1931




Poesía que John Updike dedica al pintor norteamericano Edward Hopper, donde ensalza las virtudes de una de sus obras: "Habitación de hotel" ( Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid), comparándola con una del genial pintor de Delft, Vermeer.


En combinación, los ojos bajos
la heroína de esta habitación contempla
una carta abierta sobre sus rodillas desnudas.
Sus ojos y su cara permanecen en la sombra.
El día se extingue en el exterior, vibrante
de una circulación invisible.
En esta habitación, con sus maletas, que,
cerca de un sillón de felpa verde de los años treinta,
descolorido por el sol, esperan, lastimeras,
ser deshechas,
ya estuvimos antes, antes incluso que la luz
oblicua,
por algún misterioso testigo,
henos aquí invitados a respirar
junto a esa mujer sola,
que los planos enmarcan sólidamente,
la carta, la joven cosiendo,
así es como Hopper nos dice
Yo soy Vermeer.


John Updike



"Chop Suey", 1929




Imágenes urbanas o rurales, inmersas en el silencio, en un espacio real y metafísico a la vez, que comunica al espectador un sentimiento de alejamiento del tema y del ambiente que le rodea.


"Autómata", 1927




Hopper consigue estos efectos por medio de una esmerada composición geométrica del lienzo, por un sofisticado juego de luces, frías, cortantes e intencionadamente "artificiales", y por una extraordinaria síntesis de los detalles.


Hopper utiliza con frecuencia una recta. Horizontales, por lo general una carretera o una vía férrea. Para construir el espacio dentro de la imagen y poner de relieve la división entre el espacio pictórico y el mundo del espectador.


Es característica la descripción de los interiores, que aprende con Degas.


La escena aparece casi siempre desierta; en sus cuadros casi nunca encontramos más de una figura humana, y cuando hay más de una lo que destaca es la alienación de los temas y la imposibilidad de comunicación resultante, que agudiza la soledad.

LAS ESCENAS NOCTURNAS


A lo largo de su carrera, Hopper estuvo fascinado por el dramatismo que puede crear la iluminación lo que se hace evidente en sus cuadros nocturnos: contraste entre brillantes interiores iluminados con las tinieblas de fuera, luces fluorescentes o lámparas eléctricas que iluminan las ventanas irrumpiendo en la oscuridad de la calle. Muchas de las pinturas de Hopper poseen un aire de misterio. Las posibilidades "voyeuristas" inherentes a la ciudad moderna, donde la gente vivía muy próxima, pero al mismo en el anonimato son especialmente visibles en la noche.


"Nighthawks", 1942




Hopper describe con frecuencia las rápidas miradas en movimiento desde los trenes elevados que permiten vislumbrar las ventanas en los edificios vecinos, donde los seres humanos se manifiestan con sus preocupaciones privadas, sin darse cuenta o sin importarle que están siendo observados.


HOPPER Y EL CINE


El mundo pictórico de Hopper, de imágenes congeladas en el tiempo, en las que se perciben relaciones ambiguas de sus personajes con el entorno, de imágenes llenas de misterio, que dan rienda suelta a la imaginación del espectador, tiene un dramatismo tal que uno entiende por qué algunos directores de cine se sintieran atraídos por él. Alfred Hitchcock se inspiró en el óleo “Casa junto al ferrocarril” para la tenebrosa casa de “Psicosis”.






Hopper describe con frecuencia las rápidas miradas en movimiento desde los trenes elevados que permiten vislumbrar las ventanas en los edificios vecinos, donde los seres humanos se manifiestan con sus preocupaciones privadas, sin darse cuenta o sin importarle que están siendo observados.


Hopper había realizado una serie de acuarelas de casas, durante sus veranos en Nueva Inglaterra. Casas envueltas en soledad, silenciosas, en paisajes vacíos. Calles solitarias que recuerdan a algunas de Magritte o a De Chirico.


La obra “Aves nocturnas fue reproducida exactamente en la película de Herbert Ross, “Dinero caído del cielo”.


Incluso algunas novelas de la época reproducen el ambiente representado por Hopper.


Narrada por el actor y coleccionista de arte Steve Martin, esta película rastrea las influencias variadas de Hopper, del impresionismo francés a las películas de gángsteres de la década de 1930.


Fue producida por la Galería Nacional de Arte.


Fuentes:Rolf G. Renner: “Hopper”. Taschen
Erika Bornay: “Las historias secretas que Hopper pintó”. Icaria
Jon Thompson: “Cómo entender la pintura moderna”. Electa
WEB: Edward Hopper en la National Gallery of Art.



Nota: para ampliarlas, haz click sobre las imágenes.

viernes, 11 de marzo de 2011

Presunto culpable

El caso Dreyfus mexicano
Por: Federico Zertuche



A estas alturas, luego de menos de dos meses de haberse estrenado en salas públicas el documental Presunto culpable de Roberto Hernández y Geoffrey Smith, ha corrido mucha tinta y se han hecho multitud de comentarios en los medios audiovisuales mexicanos y extranjeros.


Sin embargo, por tratarse de una realización impecable –a mi juicio-, despierta por lo mismo en cada espectador una “lectura” distinta, otra manera de percibirla, sentirla e interpretarla; como ocurre con las buenas novelas: cada lector las recrea y vive de singular y peculiar manera, tratase de una experiencia única: lector/autor, expectador/director.


Hacía mucho tiempo que un documental causara tanta conmoción, expectativas, ilusiones, indignación, comentarios y polémica nacional como este que reseñamos. La temática de fondo, a saber, el deplorable estado de la justicia penal, en particular, y de la impartición de justicia en general, de los jueces, ministerios públicos, policías judiciales, leyes adjetivas y sustantivas, y el Poder Judicial como un todo, afecta directa y personalmente a todos los habitantes de México, así como a las demás instituciones y a las personas morales, llámense empresas o asociaciones.

Aunque he mencionado falencias y carencias de las leyes sustantivas y adjetivas, ahora me percato que no son tanto sustantivas sino adjetivas. En términos generales tenemos buenas leyes, pero no se aplican, falla su adjetivación. Cuando queremos aterrizarlas nos enfrentemos a una montaña de obstáculos e incluso situaciones adversas y perversas que impiden y dificultan sobremanera su realización.


Es uno de los lastres y asignaturas pendientes que llevamos literalmente arrastrando por los suelos desde hace dos siglos: representa un triste balance judicial de bicentenario. Una nación que adolece de fuertes vicios en su sistema judicial, cuyo Estado de derecho deja tanto que desear, y que a fin de cuentas es incapaz de impartir justicia de manera justa, eficaz, expedita, conforme a derecho, es un país que cojea, está manco, ciego de un ojo –o tuerto-, sordo de un oído, y tullido del corazón: herido en su sensibilidad.


Presunto culpable es la exposición pública mediante un documento cinematográfico, que narra a través de imágenes y voces no de personajes sino de personas reales, las experiencias de una historia verdadera en la que el protagonista principal, Toño, de pronto se encuentra atrapado en la maraña de la sinrazón y el absurdo a los que ha llegado el sistema judicial mexicano en su conjunto, condenado por un homicidio que no solamente no cometió, sino del que se le acusa sin sustento jurídico probatorio sólido y efectivo, sino a base de imputaciones falsas de un testigo fabricado, de suposiciones gratuitas, peregrinas e interesadas de una venal, desvergonzada, cínica y corrupta policía judicial, y de una incompetente agente del ministerio público, a los que un juez inescrupuloso, insensible y venal da como buenos sus gratuitos dichos acusatorios, condenando a un inocente en dos ocasiones a más de veinte años de prisión.


Es un relato cinematográfico sumamente dramático y conmovedor, vivo y descarnado, sin ningún artilugio, adorno ni el más mínimo toque cosmético, de vestuario o escenográfico, la realidad tal cual, los hechos como son y las personas en su papel vital.


Si no hubiera sido por la intervención de dos jóvenes abogados, Layda Negrete y Roberto Hernández, que se encontraban en el inter para irse a estudiar su doctorado en la Universidad de Berkeley, así como de un abogado profesional que se encargó de la defensa de Toño, y del director de la película, Geoffrey Smith, quienes tuvieron la feliz idea de grabar con cámaras y audio todo el proceso penal y otros episodios en la cárcel y alrededor de la familia, novia y luego esposa de Toño, hubiera sido impensable que el acusado fuera absuelto luego de varias batallas judiciales a lo largo de más de dos años de prisión.


Luego vino el fenómeno mediático y la reacción que despertó en la sociedad mexicana en su conjunto cuando se empezó a exhibir el crudo y vehemente documental, hasta el intento de prohibir su exhibición por un recurso legal promovido por unos abogados del testigo acusador. Una vez más la justicia triunfó.


Presunto culpable ya es una causa pública mexicana, semejante al Yo acuso de Emile Zola en el caso Dreyfus que puso en evidencia y en jaque a la justicia francesa en el siglo XIX. Enhorabuena por Toño, Layda, Roberto y Geoffrey, así como a todos los que les apoyaron en esta epopeya fílmica, jurídica y humanística que sin duda redundará en beneficio de la justicia mexicana.


P.D. Gracias a los amables comentarios recibidos y consignados en el espacio indicado, quiero hacer extensivas mis felicitaciones al licenciado Heredia que se ocupó de la defensa de Toño sin cobrar honorarios, así como del licenciado Ernesto Canales en su calidad de productor del documental y de Presidente de Renace, institución que se dedica a defender personas inocentes de bajos recursos económicos injustamente procesadas, que promovió y patrocinó la película.

martes, 1 de marzo de 2011

Egon Schiele

El artista desgarrado
Muchacha desnuda tumbada con las piernas abiertas (1914)

 Auto-Retrato, 1912. Gouache y lápiz sobre papel


"El arte no puede ser moderno, lo que tiene que ser es eterno".

No obstante estar considerado como figura fundamental del expresionismo austriaco, Egon Schiele (1890-1918) es un caso de artista que se resiste a cualquier clasificación en virtud de su peculiar lenguaje plástico y singularísima propuesta creativa.

Partiendo de Gustav Klimt, su maestro, quien le animó a seguir por el difícil camino que había iniciado tras rebelarse contra la enseñanza académica,
y con el que tuvo siempre una relación de admiración-celos, optó decididamente por la línea como elemento configurador de sus obras, en las que hay un solo tema: la soledad del ser humano y la incapacidad de fusión con el otro.


Muchacha desnuda tumbada con las piernas abiertas (1914)
Marcado por una infancia desgraciada por culpa de la sífilis de su
padre, el sexo será siempre su motivo. Las imágenes de Schiele,
Self-Portrait with Striped Shirt 1910
descaradamente sexuales, más atrevidas de lo que era habitual, y autobiográficas la mayor parte de las veces, aparecen en un espacio hostil, que las rechaza y crea una tensión casi insoportable.



Su crítica a la hipocresía sexual de la Viena de principios de siglo, de la que su propia familia y él mismo habían sido víctimas -su padre quemó sus primeros dibujos, un juez de Viena quemó también, simbólicamente, un dibujo suyo y él estuvo preso por una acusación de pornografía- constituyó un escándalo en su momento y sólo recientemente ha sido reconocido como la figura crucial del expresionismo austríaco y el suyo como uno de los mundos más inquietantes del siglo XX.


El público vienés no estaba acostumbrado a ver tales
Seated male nude (self-portrait) 1910
profundizaciones en los problemas del deseo y a reconocer su parte de voyeur o de exhibicionista tan abiertamente como lo hacía Schiele. Las protagonistas de sus obras casi siempre son mujeres, a veces adolescentes, resueltas a base de unas pocas líneas, de herencia klimtiana, pero cargadas de fuerza, con una precisión y una seguridad de trazo que sólo Toulouse-Lautrec había mostrado.


Sobre tales líneas apenas resaltan algunos toques de color, que

acentúan el carácter sexual de los cuerpos. Son además mujeres
Espalda desnuda y agachada (1917)
muy próximas a su entorno: Edith, su mujer; Gerti, su hermana, y Walli, su modelo, que aparecen siempre capturadas en momentos íntimos, en actitudes habitualmente secretas, sorprendidas por la mirada de un voyeur. Él mismo se retrató innumerables veces en actitudes tan íntimas como la masturbación. 


La figura humana protagoniza sus obras hasta tal punto que incluso sus paisajes, como Casas junto al río (La ciudad vieja), de 1914 (Madrid, colección Thyssen) tienen algo de humano, parecen organismos vivos, con sentimientos. Arrastrando su leyenda de maldito y desgraciado, su final no fue más feliz de lo que había sido su corta vida. La gripe española de 1918 se llevó a Edith, su mujer, que estaba embarazada, y pocos días después a él mismo.




El espejo atormentado de Schiele
Viena acoge la primera exposición dedicada íntegramente a los retratos y autorretratos de uno de los grandes pintores del expresionismo.


Borja Hermoso, El País, (ENVIADO ESPECIAL) - Viena - 28/02/2011


Horas más tarde, cruzando la Ringstrasse frente a la mole de la
Ópera, sorteando tranvías y bajo una ventisca de dimensiones bíblicas, uno se seguía haciendo preguntas, preguntas baladíes en torno a lo que somos y lo que decimos que somos, lo que pensamos y lo que en realidad decimos que pensamos, lo que deseamos y no somos capaces de revelar... y entonces volvían a aparecer, repetida, obsesivamente, los espejos atormentados de Egon Schiele (Tulln, Austria, 1890-Viena, 1918), sus retratos y autorretratos de angustia y búsqueda, todo ese abanico de interrogantes que uno de los tipos menos clasificables de la historia del arte lanzó al aire en la efervescencia modernista de la Viena de principios del siglo XX. Alguien que hacía preguntas y, desde sus pinturas, trataba de responderlas. Sin rodeos.


Misión condenada al fracaso, horas después de contemplarlos, la de
quitarse de la cabeza esos cuerpos dislocados y esas miradas alucinadas, esos pobres diablos desnudos y desafiantes, terribles, esos prohombres de la cultura o las finanzas sabedores de su poder, esos niños en escorzo que posan con ojos de gente mayor, esas mujeres tan plagadas de sexualidad pero tan tristes, esa desolación, toda esa negrura.


Nunca, por increíble que parezca, se había dedicado una exposición a los retratos y autorretratos de Egon Schiele, un pintor que se pintó a sí mismo hasta la extenuación, más de 150 veces, solo superado en tan esforzado ejercicio de narcisismo por Rembrandt. La laguna, evidente e hiriente para los seguidores de Schiele, el monstruo del expresionismo austriaco con permiso de su maestro y mentor Gustav Klimt y de su contemporáneo Oskar Kokoschka, ha sido subsanada en las salas del Museo Belvedere de Viena (www.belvedere.at).


Agnes Husslein-Arco, su directora, y Jane Kallir, máxima
especialista mundial en la obra del artista, han reunido un conjunto que apabulla por su cantidad -en torno a un centenar de obras entre óleos, dibujos, acuarelas y gouaches- y que procede de un buen número de museos, galerías y colecciones privadas de Europa y Estados Unidos. Un conjunto que incluye los retratos que Schiele hizo de sus modelos-amantes (como Wally Neuzil), de su esposa Edith, de los prisioneros de guerra rusos que le tocó custodiar durante su etapa de soldado en la I Guerra Mundial, de marchantes de arte, de editores, de banqueros... y del niño Erich Lederer, una de sus obsesiones, quién sabe si tan solo artística...


Se trata, sin asomo de duda, de uno de los grandes acontecimientos
artísticos del año a nivel europeo, y su visita tiene un obligado complemento no solo en la colección permanente del Belvedere (15 schieles) sino también, y sobre todo, en el Museo Leopold de Viena, un adusto receptáculo de hormigón y cristal que alberga el mayor conjunto de obras de Schiele en el mundo: la colección de Rudolph y Elisabeth Leopold. Y se trata de uno de los acontecimientos artísticos del año (la muestra permanecerá abierta hasta el 13 de junio) a pesar de que Schiele nunca perteneció, digamos, a la reducida estirpe de las superestrellas del gran circuito como otros contemporáneos suyos y compañeros de viaje en el movimiento expresionista como Kandinsky o Klee. Y a pesar también, es de justicia reconocerlo, de la muy extendida ignorancia que sobre la existencia misma de un pintor llamado Schiele vive instalada en España.


Estamos ante un artista que murió con 28 años víctima de la gripe 
Autorretrato
española, que pasó 24 días en la cárcel por pintar niñas y niños desnudos, que evolucionó pictóricamente a velocidades de vértigo, que desconcertó e indignó a la muy bienpensante y muy conservadora sociedad vienesa de la época y que dejó tras de sí, pese a su insultante juventud, una obra enorme y la impronta indescifrable de los genios sin etiqueta. Un pintor de culto y de trazo poderoso que, casi un siglo después de su muerte, cuenta con legiones de apasionados seguidores que rastrean y olisquean las páginas de sus biografías y de sus catálogos como si buscaran a uno de esos escasos autores que, con su existencia y sus creaciones, rompieron el molde e hicieron saltar en mil pedazos cualquier posibilidad de encasillamiento.


Porque Egon Schiele se zambulló conscientemente, sí, en las aguas
turbulentas del expresionismo, donde tras la bendición de Klimt abrazó la obra de otros artistas de la Secesión vienesa como su amigo Max Oppenheimer y Oskar Kokoschka, pero solo hay que ver esta galería en el Belvedere o buscar sus otros rastros desperdigados por Viena para darse cuenta de una evidencia: como Van Gogh, como Munch, como Goya o como otros electrones libres de la historia del arte... a ver en qué carpetas, en qué categorías o en qué capillas artísticas conseguimos meter a Schiele.


"Él pensaba que para poder adentrarse a fondo en los entresijos del alma humana, tenía que conocer primero a la perfección la suya, y por eso se pintó a sí mismo tantas veces... Schiele sentía una gran ansiedad ante la vida, ante la sexualidad, ante los misterios del hombre, su vocación irrefrenable era la exploración de la psyche, y al mismo tiempo creía con mucha fe en la capacidad del arte de trascenderlo todo", explica pausadamente y en voz baja Jane Kallir ante un buen plato de apfelstrudel en la cafetería del Museo del Belvedere, donde reconoce que ha contado con casi todas las obras que persiguió para la exposición... "Casi todas, hay dos o tres que no he podido conseguir de sus propietarios".
Arrogante, orgulloso, melancólico, oscuro, triste, iracundo, solitario... así se muestra Schiele en sus autorretratos, donde parece presentarse a sí mismo como el emisario de otro mundo, como alguien que se ha asomado a algún lugar horrible y ha visto cosas, cosas que los demás hombres no han visto. Pero no las puede contar, solo su mirada y su cuerpo pueden servir de mensaje... es la angustia hecha arte, que tanto descalabró las conciencias de los puristas, quienes en 1910 debieron de ver en Egon Schiele un trasunto del diablo, aunque él explicara a quien le quisiera escuchar que era como un sacerdote encargado de transmitir un mensaje. También dijo: "El arte no puede ser moderno, lo que tiene que ser es eterno". Y con ese aviso a navegantes y aspirantes de la modernez -que no modernidad- por parte de alguien que murió hace 93 años queda todo dicho.

Nota: para ampliar, haga click sobre la imagen.